Está nublado. Con ese color del cielo de invierno donde la nieve parece presente sin estarlo todavía. Es temprano. Estoy solo en casa. Me he sentado a la mesa redonda junto a la cocina. Con un café a mi lado escucho a D.P. A través de la ventana puedo ver los granados desnudos y al fondo la higuera esperando tiempos mejores.

Hoy me voy a quedar en casa. Observo los objetos que tengo a la vista y me reconforta verlos juntos, solos no valen nada pero elegidos y colocados unos junto a otros cobran la vida que les hemos dado. El sofá azul, la mesa de madera clara, la lámpara del rincón, el pequeño banco junto a la chimenea, la cesta de la leña forman juntos un todo que nada tiene que ver con cada uno. Solos están muertos pero yo veo un todo vivo poblado de recuerdos. Ayer mismo estaban llenos de palabras. Es como ver un sitio vacío y lleno al mismo tiempo. Poder sentirnos reconfortados cuando decimos casa es entender la esencia de lo que somos.

He visto tantas veces esta habitación, esta cocina, he subido tantas veces la escalera a mi derecha que sé me mezclan imágenes y recuerdos. Os veo subir y bajar, entrar y salir. Me veo a mí mismo solo y con vosotras, callado, hablando y mirando por las ventanas. Todo se mezcla y no puedo centrar la mirada en un momento concreto. Hasta el último rincón de la casa está lleno de todo lo que hemos sido.

Hoy es treinta de diciembre. Inevitable admitir que el tiempo y su medida marcan nuestras vidas. Un año que termina y yo siento al mismo tiempo que nada pasa y que todo cambia. Sin poderlo evitar echo la vista atrás y me veo hace un año aquí sentado pensando también que nada había cambiado. Pero no es cierto. Soy consciente del tiempo pasado, de los libros leídos, de los caminos recorridos, de los lugares conocidos, de la nueva música que ha llenado mis días, de las distancias que hemos salvado, de las ausencias y de la presencia cada vez más constante del tiempo que avanza sin pausa. Un año es una magnitud inventada pero deja en nosotros la huella del tiempo. Las magnitudes nos permiten medir el tiempo y el espacio, las palabras explicarlos al menos un poco, lo mínimo para hacernos la ilusión de que tenemos pasado, presente y futuro, aquí y allá, entonces y todavía.

Hoy es treinta de diciembre y el año se me echa encima con el peso de todos los días acumulados, ahora, en este mismo momento. Ligereza, al mismo tiempo, del tiempo que vuela como escapándose entre los dedos. Cuando miras atrás todo es instante difuso que fluye rápido. Cuando piensas en todas las cosas que han sucedido, en todos los cambios habidos, el tiempo se expande y tú te pierdes dentro. Días y noches que sumados de uno en uno conforman un año que en nada se parece a nuestro recuerdo. Memoria y tiempo. Nada tan relacionado y tan distinto.

Continúo ahora. Ya ha anochecido. J. ha venido con sus amigos. Han estado en la cocina preparando chocolate caliente con churros. Se han ido ahora a la habitación del fondo. Se oyen risas y yo me alegro de escucharlas. Juegan a las cartas.

He salido un rato al jardín. Hace frío. Voy a encender la chimenea. Me quedo mirando las llamas, es imposible no hacerlo. Te atrapan. Pocas cosas tan terroríficas y agradables al mismo tiempo.

Hoy es treinta de diciembre y no noto diferencia alguna con ayer y con mañana.

Hoy es treinta de diciembre y en el cielo las mismas estrellas de siempre, indiferentes al paso del tiempo que no entienden, que no existe. Yo sin embargo las miro como también las miré ayer y como haré mañana. Yo sí estoy dentro del espacio y del tiempo. Sin ellos me desvanezco. Ellos son mi sentido y referencia.

Yo sé que mañana acaba un año y que pasado empieza otro. Yo lo sé y aunque sea mentira deseo un mentira llena de verdades. Deseo sentir cómo pasan los días, deseo ser parte del tiempo y ocupar este espacio de nuevo para mirar de nuevo por la ventana y ver los granados llenos de frutas y refugiarme bajo la sombra de la higuera.

Yo sé que mañana acaba el año y deseo estar aquí para verlo.

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