El sol que entraba por la ventana me ha despertado. Continuar un rato con los ojos cerrados se me ha hecho necesario. Me cuesta, lo admito, digerir las primeras horas del día. Estoy seguro de que padezco de falta de algún producto químico en mi cerebro cuya función debería ser ponerme bastones por las mañanas. Después de mirar las vigas del techo durante un tiempo he puesto los pies en el suelo. Lo primero que hago por las mañanas es comerme un plátano. No sabría decir por qué pero así es. Hace ya tiempo escuché decir a un centenario cubano, cuando era interrogado sobre las causas de su longevidad y buena salud, que la única cosa peculiar que hacía era comer un plátano todos los días. Yo, que tan dado soy a los estudios científicos, me acuerdo de él, todos los días.
Con el plátano en la mano y el abuelo cubano en la cabeza he salido al jardín. Breve paseo por mi Edén privado y tras inspeccionar cielo, árboles y tierra me he encaramado a una escalera y me he perdido entre las ramas de los cerezos. Ahito y con reservas para el resto del día he vuelto a la casa con el tesoro robado a los malvados pájaros. Después de una rápida ducha y de vestirme he meditado lentamente sobre el destino y uso de mi tiempo. Mientras llegaba la inspiración he leído un par de capítulos del libro de Aurelio Arteta Tantos tontos tópicos. Me he detenido con gusto en el que dedica a las lenguas. Más concretamente a las lenguas locales y los abusos que se cometen bajo la excusa de fomentar su defensa o recuperación. Nada que oponer a que toda lengua sea protegida. Los problemas empiezan cuando se inventan derechos colectivos que están por encima de los individuales. Por ahí no paso. Ese es el camino, como certeramente dice Arteta que nos lleva a la plaga de los nacionalismos etnicistas. La lengua como arma es peligrosa. La lengua como señal máxima de identidad me produce una terrible urticaria.
Un paseo para despejarme y olvidar los fantasmas nacionalistas todo el año soportados. La temperatura agradable y un tibio sol que calienta pero no quema. Los campos vacíos, ni un alma a la vista. Los agricultores de antaño no reconocerían estos paisajes. El riego automático, las máquinas se encargan de casi todo y los hombres montados en tractores, segadoras o cosechadoras se dejan ver sólo de vez en cuando.
Con el polvo del camino en los zapatos he vuelto a casa relajado, empapado de los colores de la tierra y con el sol sobre la cabeza. El almendro me esperaba con los brazos abiertos y sentado bajo su cobiljo no he hecho absolutamente nada. Tras tanto ajetreo me he dedicado a observar a las hormigas. Seguirles la pista es un deporte veraniego. Son las más veloces, las más fuertes pero siempre van una detrás de otra. Sé que llegará el invierno pero yo he preferido tomarme un café, sentado a la sombra del árbol y, casi como Kafka, me he sentido una vulgar cigarra.
Para comer pepino y pollo. Rápido y sencillo. Me he regalado, además, un buen vaso de vino.
Trás la comida el sofá, un libro y la siesta. Los libros de siesta son simples inductores de sueño. Lo que se lee se olvida o tal vez se sueña. Las buenas siestas son aquellas en la que no se duerme. Es un estado intermedio entre el sueño y la vigilia que no se alcanza a ninguna otra hora del día. Es un dormir siendo consciente de que duermes. Si el sueño es verdadero el despertar es terrible. No sabes dónde estás ni que hora es del día y pasas media tarde adaptándote de nuevo al mundo. La siesta verdadera es breve. La actividad corporal y cerebral se ralentiza y uno desde el fondo de ese dulce agujero negro lo percibe todo lentamente.
Tenía pendiente de ver El lector desde hace demasiado tiempo. Hoy ha sido el momento elegido. Ha sido una buena experiencia. La historia está perfectamente contada, los dilemas morales no tanto. No sé, yo no lo he visto claro. Puede que el director nos quiera dejar en la oscuridad o por lo menos en la penumbra. Tal vez es nuestra la labor de tomar las decisiones.
La luz del jardín por la tarde es completamente diferente. Es más dorada. Con la cámara en la mano he pasado un buen rato fotografiando hortensias, rosas y lagartijas.
Una suave brisa se ha levantado al atardecer y bajo los árboles la temperatura era ya fresca. Me he sentado al sol y me he enfrascado en la la lectura de Hannah Arendt y su estudio sobre la banalidad del mal. Eichmann juzgado en Jerusalén tras su secuestro en Argentina. Caso particular pero cuestiones atemporales sobre el mal, la responsabilidad y el silencio. Cuánta lucidez en sus palabras.
Con la puesta del sol he entrado en casa. Rápida, que no frugal, cena. Una vez todo en orden he corrido las cortinas del salón, he encendido la lámpara del rincón. He leído durante un rato el libro de Juan Antonio Rivera sobre cine y filosofía. Es curioso que una película, si sólo la ves, casi siempre se olvida, pero sí lees la historia, si te la narran, ésta se queda definitivamente alojada en el cerebro.
Antes de irme a la cama trato te transcribir mi día en palabras. Cerezas, libros, paseo, pepino, pollo y fotografías. No parece mucho. Yo me doy por satisfecho.
Hasta mañana.