Treinta días después de que empezara julio. Treinta días después de que cerrara la puerta de mi despacho y de que me perdiera entre la gente aquel último día de junio, sigo aquí encerrado entre estas cuatro paredes y recuerdo como un sueño la ilusión de ese paseo al atardecer imaginando que los tiempos estaban cambiando.
Han pasado cosas en estos últimos treinta días. Mis hijas han vuelto a casa, una de Italia y la otra de Canadá, he descubierto a Ted Chiang y aún insisto en tirarme de cabeza en sus historias. Soy perseverante. He estado sólo unos pocos días en mi lugar en el mundo, esa casa perdida entre campos amarillos, viñas y cada vez más invasores maizales. Asisto triste a esa guerra entre el verde y el amarillo. Invasor e invadido. Colonizador prepotente.
Ahora que medio mundo está condenado al teletrabajo yo he tenido que trabajar presencialmente y añorar poder hacerlo en la distancia. Papeles, obras, gestiones infinitas me retienen en la misma mesa y ante el mismo teclado que hace un mes imaginé abandonar a su suerte oscura de otros veranos que sí eran veranos.
Ha hecho mal tiempo este último mes. Sé que soy la envidia de los que han soprtado esa ola de calor que ha abrasado la mayor parte del país. Sé que morirían por esa brisa refrescante, por esa suave lluvia con la que sueñan los que habitan tierras secas. Pero yo echo de menos la luz y el color azul del cielo. Vivir entre nubes no es vivir entre algodones. Afecta a mi ánimo quebradizo.
He visto una larga serie de televisión sobre el mundo de la política estadounidense. Vigorosa en sus comienzos, atractiva a pesar de sus personajes detestables, se fue hundiendo según pasaba el tiempo hasta desmoronarse como un castillo de naipes. Por otro lado ha estado bien meterse en una historia que sigues día a día y forma parte de tu vida cotidiana.
Sigo paseando a diario, sigo haciendo kilómetros y llenando las distancias que recorro con música que nunca me defrauda. Me gusta mucho la música pero siento tanta envidia. Descubro y reescucho. Bill Callahan, Patrick Watson, Kurt Vile, Piers Faccini, Joshua Radin, Molly Tuttle son algunos de los nombres que llenan los últimos tiempos. Con ellos y ellas recorro calles y caminos.
Las olimpiadas, las vacunas, las placas solares que amenzan invadir mis campos amarillos. El próximo curso, viajes en el aire, el espacio como lujo o algo necesario, la política entendida como actividad que tenga consecuencias. El perpetuo error de hacer creer que todas las ideas son respetables, la responsabilidad como elemento diferenciador en las trabajos. Un futuro lleno de viejos, la emigración necesaria, la mezcla inevitable, el absurdo cada vez más evidente de los nacioanlismos y como siempre lenguaje y pensamiento. El huevo o la gallina.
Venir paseando al trabajo. Trabajar solo o casi solo lo hace al menos diferente. Volver a casa de nuevo llena de gente, comer y ver a gimnastas haciendo piruetas, hombres y mujeres levantando pesos imposibles, saltar de un deporte a otro como si fuera algo cotidiano. Pensar en el drama de quien ha estado cuatro años preparando algo que se desvanece en cuestión de segundos. Ver felicidad por nadar más rápido o remar más deprisa. Ver banderas, escuchar himnos y ver las diferencias en la expresión de las caras ante el éxito o el fracaso según sea el páis de nacimiento. Salir a cenar, volver a casa. leer un rato y dormir hasta que empiece el día siguiente.
Treinta días después me encuentro aquí sentado viendo como el sol se asoma por la ventana. Oigo ruídos de taladros y martillos, veo papeles revueltos y la agenda abierta en el viernes treinta de julio. En un rato iré a casa caminando. Comeremos juntos, espero, con el sonido de fondo de un partido de waterpolo, por ejemplo.
Treinta días por detrás y treinta días por delante.