Doce días memorables

Mi hija mayor lleva años viviendo fuera de casa. Cada vez más lejos. Ahora vive en Canadá. Cuando me preguntan por ella, yo, muy orgulloso, hablo de sus viajes y trabajos por el mundo. Cuando lo pienso yo, el orgullo se mezcla con envidia y con pena y el cóctel es peligroso. Sonrisas y lágrimas, alegría y nostalgia, orgullo y temor. Títulos para novelas de Jane Austen que quedaron por escribir.

Acabo de volver de hacerle una visita y todavía tengo mi corazón en Toronto, mis ojos en Terranova y mis recuerdos en Nueva Escocia.

Hemos estado los cuatro: ella, su hermana, su madre y yo. Doce días conviviendo las veinticuatro horas. Desayunando, paseando, hablando, comiendo, visitando, cenando y durmiendo. Doce días que han pasado volando pero que han quedado grabados en la memoria que guarda una gran alegría por el tiempo vivido y una gran nostalgia por el tiempo que ya se fue. Recuerdos que quedan, que nos alejan del tiempo presente y que nos mantienen atados a aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas…

¿Desde cuándo no pasábamos los cuatro doce días enteros juntos? ¿Desde cuando no compartíamos la misma casa así, de seguido? La respuesta asusta pues parece ayer pero fue hace mucho más que ayer y pensarlo me hace sentir viejo y más me impresiona pensar cuándo será la próxima vez.

Pensar en los cuatro me lleva a tiempos de infancia, a cuando todo era presente y expectativas de futuro, a cuando los recuerdos no habían tenido tiempo de formarse, de calar hondo, a cuando cada segundo era el previo al siguiente. Tiempos en los que uno deja de ser uno para ser otra cosa, para vivir en otros y en los que la convivencia, la vida en compañía, marcaba el orden de todas las cosas.

Ahora que mi vida está formada en buena parte por recuerdos me cuesta cada vez más no depender de ellos. Lo mismo da que sean lejanos o próximos, lo mismo su infancia ya lejana que el Canadá hace unos días abandonado. Ahora, cuando miro fotografías por ejemplo, ya no colecciono momentos, no es tiempo detenido sino tiempo que vuela y sonrisas llenas de nostalgia.

Han sido doce días intensos, doce días viviendo el presente, minuto a minuto, doce días llenos de kilómetros recorridos, de palabras dichas, de paisajes admirados, de calles, de edificios, de comidas diferentes, doce días que han formado un continuo, doce días que se han ido según llegaban sin ser nosotros conscientes de que aún iban a ser mejores vistos desde el recuerdo, no porque los embellezca o maquille sino porque el recuerdo que se queda contigo cuando tú no lo escoges te ayuda a comprender la verdadera dimensión de las cosas. Por eso un desayuno en casa, un café compartido puede ser más memorable que las cataratas del Niágara o las infinitas aguas del lago Ontario.

Podría hablar horas sobre la calle Yonge y sus cincuenta y seis kilómetros de larga, sobre High Park y Casa Loma, sobre el mercado de Saint Lawrence o Union Station. Sobre Greek Town, Church Street, Rose Dale o Spadina. Sobre Kensington, Halifax, Cape Spears, Saint John’s y sus casas de colores. Podría hacerlo pero prefiero recordar la cerveza que tomamos en Quidi Vidi, el rato sentados en la isla en aquellas sillas de colores, el brunch en The House of Parliament, o simplemente en la compra que hicimos en el supermercado para cenar en casa después de tantos kilómetros andados o en la cena en inglés, francés y español en el Pogue Mahone. Podría hablar horas sobre lo visto pero dejo que los recuerdos me lleven a lo vivido. Ahí estamos los cuatro, hablando, caminando, comiendo y riendo y ese es el recuerdo que mi memoria se empeña en conservar, por encima incluso de la CN Tower que tan alto puso el listón de los recuerdos.

Y ahora la otra, la pequeña, amenaza con irse a Perú o Nicaragua, a Londres, Barcelona o Granada y yo aquí mientras tanto, recordando ya lo que aún no he vivido.

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